dimarts, 30 d’agost del 2011


1 AIKIDO Y SUFISMO
La Via del Agua y del Fuego
por © Carmelo Ríos


“Todo el universo está engendrado dentro de un movimiento y
actividad sin fin, en una continua danza cósmica de energía. Hay
movimiento, pero no hay, en el fondo, objetos que se muevan. Hay
actividad, pero no hay actores; no existen danzantes, sólo
existe danza.
Fritjof Capra.


Algunos autores han definido el sufismo como la vía oculta,
esotérica y mística del Islam. Se habla también de la vía sufí
como el camino o itinerario hacia Dios. Como otras tradiciones
mistéricas o iniciáticas, tampoco los sufíes han sido profetas
en su tierra y considerados como heréticos, como gnósticos, como
alejados del dogma tradicional coránico, como es el caso aún en
día en países dominados por la intransigencia religiosa o
política, son perseguidos por los regímenes radicales y
fundamentalistas.
Se dice que la palabra sufí deriva del árabe suf, lana, es
decir, los sufíes eran los “hombres vestidos de lana” porque
como los eremitas cristianos, se enamoraban de “dama pobreza” y
vivían una existencia de soledad o de peregrinación. Pero otra
traducción nos dice que un sufí es el hombre o una mujer puros
de corazón. Para el maestro sufí Yunayd, “la ciencia del sufismo
es una ciencia que sólo conoce el hombre dotado de intuición y
familiarizado con la Verdad. No la conoce aquel que no posee el
testimonio interior, ya que ¿Cómo podría un ciego ver la luz del
sol?”

Es evidente que el sufismo ha sido durante siglos incómodo
para el Islam, pues a menudo se aleja de la estrecha ortodoxia y
hace uso de la belleza, del canto, de la música y la danza
sagrada como vías iluminativas de acercamiento a lo Divino. En
tiempos de oscurantismo y de intransigencia religiosa, los
sufíes, como los trovadores, hablaban y cantaban al pueblo por
los caminos yen las aldeas, de unidad, de amor, de libertad
espiritual, de igualdad de sexos, de un ideal santo de búsqueda
divina por el camino del amor, de la alegría íntima y de la
belleza, sin intermediarios, sin sacerdocios, sin iglesias, sin
mezquitas, sin sinagogas, ni sacramentos, ni hierofanías.
Aún en la actualidad el régimen talibán afgano persigue a
las hermandades (tekkias) sufíes, prohibiéndoles cantar, recitar
poesía, interpretar su exaltada música o danzar. Como las
llamadas “herejías” cataras, albigenses, nestorianas, maniqueas
o mandeanas en tiempos de la inquisición cristiana, también los
sufíes han sido proscritos en diferentes épocas y países por su
amplitud de mente, por sincretismo poco ortodoxo, por su extraña
ciencia del despertar del alma. En su profunda obra “La
Experiencia del Fuego”, Emilio Galindo Aguilar nos dice:

“Y así, los sufíes por ser por antonomasia el mundo de
la libertad y de la experiencia viva, como un río en
crecida que nace de la desnuda fe coránica y se alimenta
constantemente de ella, se fueron enriqueciendo con una
serie de afluyentes, que, aunque extraños y a veces hasta
contrarios a la doctrina oficial del Islam, no lo fueron a
la inspiración profunda, a la quemadura del Fuego, al
flujo y al reflujo del Gran Mar, de cuyo enajenamiento
ellos eran testigos de excepción”

Así, el sufismo y los sufíes, de mente y corazón libres, se
fueron empapando del agua espiritual por donde sus pasos
atravesaban. Bebieron en las fuentes de las doctrinas de los
pitagóricos, de Plotino, de la cosmología de Empédocles, del
hermetismo griego, del zoroastrismo y del llamado “maniqueísmo”,
y también del budismo y del cristianismo gnóstico. Los escritos,
las enseñanzas, la música y los poemas de los derviches, de los
sufíes errantes a su vez nutrieron con una nueva sabia de
ciencia espiritual y una inimaginable belleza y profundidad las
culturas renacentistas, e influyeron definitivamente en
Francisco de Asís, en los cátaros del mediodía francés, en los
trovadores y en los poetas itinerantes, en toda la Tradición
iniciática occidental y en autores como Dante Alighieri, quien
en su “Divina Comedia” deja entrever los ecos del pensamiento
sufí de Ibn´Arabi.
¿Pero quien es verdaderamente un sufí? Para el maestro Javad
Nurbakhsh:

“El sufí es un enamorado de la Verdad y desea poder
servirle a Él. La mejor manera de lograr esto es servir a
Su Creación. El sufí, para manifestar su devoción a Dios,
se hace servidor de ella, sin fijarse en la recompensa
espiritual o material, sirve de todo corazón sin
apariencias ni hipocresía y con el conocimiento de que La
oración no es el rosario, el altar o la túnica, sino
servir al mundo (Sa´adi)”


EL CAMINO DEL AGUA
Millones de personas de todas las razas, profesiones,
estratos sociales y religiones son en la actualidad seguidores
del sufismo, a través de su cultura, de su arte, de su música,
de su poesía o de sus enseñanzas espirituales. Y no son pocos
los autores, estudiosos y seguidores del Sufismo que han
encontrado grandes paralelismos entre sus enseñanzas y prácticas
y el Aikido, un arte de expresión de la vida y de la paz, así
como en la profunda metafísica de ambas vías de conocimiento
(gnosis). En efecto, muchas son las ideas comunes y las
prácticas que unen el Sufismo y el Aikido, no solamente por la
fluidez, la espaciosidad y la armonía de sus gestos, por estar
poseídos de un ideal común, sino por la trascendencia de su
búsqueda de unidad. Ernest Scott, en su célebre libro dedicado
al Sufismo “El Pueblo del Secreto”, cita a uno de los antiguos
maestros del Aikido:

“Un hombre que ha adquirido plenamente el arte de
Aiki-no-jutsu, raya en lo divino. La clarividencia de la
que tanto se habla hoy en día no es sino una parte de
Aiki. Los viejos maestros de mi escuela tienen dichos que
aseguran que un pleno conocimiento de Aiki uno puede ver
en la oscuridad, parar a un hombre que está caminando o
romper una espada que está a punto de matar. Estas
palabras pueden ser aceptadas como verdad. Saco esta
conclusión de mi propia experiencia en parar
hemorragias…Creo que los hombres pueden entrar en el
reino divino a través del cultivo constante de las
facultades mentales y físicas”

El autor habla también de ciertos derviches errantes y
sheikhs sufíes que poseían cualidades espirituales y poderes
sobre-naturales, muy similares a los de los grandes maestros del
Aikido. El descubridor de esta vía iluminativa, un gran guerrero
espiritual, asceta y sinnin (yogui) japonés llamado Morihei
Ueshiba, recorrió durante toda su vida un sendero de
purificación moral, caballeresco, filosófico y metafísico
comparable con la “senda espiritual“ o tariqat sufí, y tuvo
grandes experiencias transpersonales, extáticas y de yazbé o
“arrebato místico” y de “posesión divina “ (kami-gakari) que le
permitieron trascender su yo efímero (nafs) y entrar al mundo de
lo divino, y más tarde trazar un sendero para las generaciones
futuras. Abordaremos ahora brevemente su biografía.
Morihei Ueshiba (también conocido como “o-sensei”) nació en
Tanabe, Japón, una pequeña villa rural, el 14 de Diciembre de
1883. Desde muy niño se había sentido muy atraído hacia el mundo
espiritual, y para fortalecer su cuerpo menudo, frágil y
enfermizo, se entregaba a largos periodos de entrenamiento y
purificaciones rituales, movido por el ideal de los antiguos
monjes-ascetas y los guerreros errantes. Este ideal caballeresco
pareció marcar la vida de este personaje de leyenda, pues al
igual que la “vía caballeresca” occidental, oriental o sufí, el
bushido antiguo fue la guía moral que siguió fielmente desde su
juventud. El ideal del caballero andante, común en la literatura
sufí (futuwa o Yawan mardi) y occidental, expresaba una forma de
vida ejemplar, el ideal de un “hombre bueno”, justo o de ley.
Una vía que se fundamentaban en los valores humanos de
generosidad, espíritu de sacrificio, modestia, ayuda a los
necesitados, valor, integridad de carácter, lealtad y bondad de
corazón.
El paraíso islámico esta lleno a rebosar de agua, de
fuentes, de manantiales, de oasis de hermosa vegetación y
fertilidad, y así, el color de los sufíes es el verde, como
símbolo de vida, de alegría, libertad, creación, y de todo
aquello que se opone a la intransigencia, a la negación, a la
“sequedad” del corazón y al sufrimiento que les son inherentes.
Y el joven Morihei buscaba ante todo ese contacto directo,
personal, íntimo con la Madre Naturaleza, con su belleza,
frescura, serenidad y armonía, y también con sus energías y
fuerzas sutiles. Contemplaba, extasiado, los dramáticos cambios
de las estaciones, la poderosa fuerza del viento, la fluidez del
agua, la magnificencia del ígneo rayo iluminando la noche, la
humildad de la rama que cede ante el peso de la nieve, el
sinuosos recorrido del arroyo, que se convierte en corriente
fluida y más tarde torrente incontrolable.
El umbrío del bosquey la solemnidad de las montañas fueron sus
mudos instructores.
Como reflejan los postreros bocetos del gran Leonardo de Vinci,
Morihei observaba asombrado la constante imagen del círculo y de
la espiral, como un secreto patrón o un plano oculto de retorno
a la Unidad que el Universo había indeleblemente grabado en las
formas puras de la dama natura, y susurrado secretamente al oído
de los sabios, de los santos y de los iniciados.
Y veía ese misterioso designio inscrito en la ola, en la
raíz, en el árbol que ascendía en espiral buscando
anhelosamente, vehementemente, la luz, el aliento vital y la
vida. Lo encontraba doquier miraba, donde quiera que se movía,
en el fluir del agua, en el arrebato del fuego y en el
torbellino de aire. Y sentía palpitar en su interior ese mismo
giro, ese mismo rito y ese ritmo universal, arcano, latente,
poderoso, escondido pero eternamente vivo en esa Naturaleza
bienamada, santa y venerada. Todas esas imágenes, toda esa
poesía vital, todas esas vivencias íntimas quedarían
indeleblemente grabadas en su memoria y en sus sentimientos más
hondos e influirían decisivamente en la posterior creación del
Aikido.

Pasaba las noches, los días, los meses en la soledad del
bosque, esgrimiendo su espada de lucida compasión bajo el tapiz
estrellado del firmamento. Y también todo en él giraba, danzaba,
reía y lloraba con el alma presa del arrebato místico, como
Rumi, el bendito maestro fundador de la orden de los derviches
giróvagos, quien en sus bellísimos poemas decía:

“¡Oh, día, nace¡
Los átomos danzan.
Las almas prendidas del éxtasis, danzan.


Al oído te diré a dónde lleva la danza:
Todos los átomos, en el aire y en el desierto,
sábelo bien, son como insensatos.
Cada átomo, feliz o miserable
Está prendado de esa Luz de la que nada puede decirse.”

Con objeto de someter su cuerpo y su espíritu a las más
duras pruebas, se alistó como voluntario en la guerra rusojaponesa.
Sus hechos de armas y hazañas extraordinarias, algunas
de ellas cercanas a lo sobrenatural, como su extraña capacidad
psíquica de premonición, que le permitía ver un rayo de luz que
marcaba la trayectoria de los proyectiles instantes antes de que
el enemigo apretara el gatillo. Esos inexplicables hechos,
aliados a su reputación de poseer una especie de espíritu
protector o un aura de bendición (similar a la barakah de los
sufíes) y de traer buena suerte a sus compañeros de armas, le
hicieron ser conocido como el “dios de los soldados”. Pero la
visión de la muerte, del dolor físico y moral, el sufrimiento de
los seres humanos, junto a la percepción del grito desesperado
de los heridos y moribundos en el campo de batalla, y sobre todo
la injustificada matanza de seres inocentes, hizo desistir al
joven Ueshiba de su vocación militar.

EL CAMINO DEL FUEGO

De regreso al Japón, tras la muerte de dos de sus hijos, y
no habiendo podido asistir al funeral de su padre, Morihei,
seguramente con el corazón hecho pedazos, volvió sus ojos hacia
las enseñanzas de un enigmático personaje del que había oído
hablar en un viaje por el norte del país.
Se trataba del visionario, artista, poeta, místico y
filósofo Onisaburo Deguchi, carismático líder de una orden
esotérica muy espiritualista de origen Shinto y budista conocida
como O-moto-Kyo, (del “Gran Principio” o la “Gran Causa”).
Morihei escuchaba, conmovido hasta lo más profundo, la
reminiscencia cósmica de aquellas palabras llenas de sentido, de
redentora energía, de “sublime lógica”, de vigorosa certeza
acerca de la necesidad imperiosa de purificar el cuerpo y el
espíritu para lograr la reconciliación con Lo Divino, con el
alma y el corazón del Universo.

Con el paso del tiempo Deguchi transmitió a su ejemplar
discípulo la visión de un Universo concebido como orden, música,
sonido, círculo y ritmo perfectos. De esa “visión” nació el
Aikido, como la expresión visible de una forma arquitectónica
sagrada invisible hecha cuerpo, que nos sincroniza con formas
espaciales, cósmicas y divinas, dentro y fuera de nosotros
mismos, invisibles pero eternamente presentes, que los sabios de
la antigüedad percibieron en forma de visiones, de sonidos, de
música de ritmos perfectos.

En la tradición sufí es extremadamente importante la
relación directa del discípulo con el sheij o maestro, como en
la espiritualidad oriental lo es entre el estudiante y el gurú o
el sensei. Y al igual que Rumi a los pies de su maestro Shams de
Tabriz, también Morihei, otrora egocentrado, de carácter a veces
difícil, rígido, aunque compasivo pero orgulloso y vehemente,
tal vez por una herencia cultural que concebía el alma como
residiendo en el vientre (hara) vio y sintió elevarse su
consciencia hacia el corazón y como consecuencia inmediata
devino humilde, alegre, expandido, relajado y feliz. Bajo la
influencia benefactora de Onisaburo vio consumirse hasta las
cenizas (fná) su personalidad de hombre común, y abrasado por el
amor puro hecho visible en la imagen de su bienamado maestro,
también pudo decir, como Mewlana Rumi:

“Estaba crudo. Fui cocido. Me consumí”

Sultan Wallad, en la biografía que escribiera de su padre,
Djalad-O-Din-Rumi (mas conocido como Mewlana, “nuestro señor”)
desvelaba el amor profundo, místico y cósmico de éste hacia
Shams, el derviche errante en quien veía la encarnación misma
del Amado, del Divino, y definía esta experiencia de hermandad
sobrenatural entre un discípulo y su maestro, con estas
magníficas palabras:

“A su lado vio lo que nadie había visto;
escucho lo que nadie jamás oyó de voz humana.
Por amor perdió cabeza y pies. Se enamoró de El, y fue aniquilado”.

El descubrimiento de esta Vía del Fuego abrió a Ueshiba un
vasto horizonte de posibilidades infinitas, restableciendo en su
interior un imprescindible puente entre la mente, el cuerpo y el
alma. Presintiendo a su vez las posibilidades futuras de este
discípulo excepcional, Deguchi decidió hacerle partícipe de su
más secreto plan: organizar una expedición a Mongolia para crear
una comunidad ideal, un oasis de paz y cultura espiritual, donde
sería instaurado un reino de hermandad entre la Humanidad y la
Naturaleza. En realidad, la expedición tenía por objetivo hallar
un mítico reino perdido en las estepas de Asia Central, un
antiguo paraíso de ciencia mística, paz, belleza y verdadera
espiritualidad del que hablaban las antiguas tradiciones
esotéricas, las leyendas y las enseñanzas budistas, chamánicas,
sufíes, hinduistas y taoístas en el que viviría una comunidad de
sabios muy evolucionados, los Inmortales, y desde donde partían
a los cuatro vientos emisarios y mensajeros errantes con
misiones pacificadores o con grandes enseñanzas para la
evolución de la Humanidad.
Deguchi logró evadirse del arresto local al que había sido
sometido por causa de sus ideas consideradas como peligrosas,
por libertarias y por oponerse a la entrada de Japón en la
Segunda Guerra; ideas que hablaban de reconciliación con el
enemigo, de no violencia activa, de belleza, de venerado respeto
por la Madre Naturaleza y la vida en todas sus expresiones, y
sobre todo de armonía, de perfecta empatía con la ley secreta
que rige la existencia misma de la Creación.
En un momento tan crucial de la vida de Morihei, estas
palabras atravesaron su alma peregrina de conocimiento, de amor
y de luz como una espada calentada al blanco. Con otros
discípulos, decide partir hacia Mongolia junto a su mentor.
Llegados a China, logran organizar un ejército de salvación, y
realizan grandes asambleas ante los líderes políticos y
religiosos, donde el magnético Onisaburo deslumbraba a todos con
su atrayente personalidad y sus poderes metafísicos, emanados de
la ciencia mística de Chinkon-Kisshin (“calmar la mente y
retornar al origen”) llegando incluso a ser entronizado como un
mesías salvador de la Humanidad.
Pero las relaciones entre ambos países eran tensas. Numerosas
traiciones, delaciones, manipulaciones por parte de la policía,
de los jefes militares, de clanes mafiosos, los comisarios
políticos y la corrupción de los funcionarios locales condenó a
la expedición a un trágico final. La mayor parte de sus
componentes, acusados de espionaje, fueron encarcelados y
fusilados, e idéntica suerte hubieran tenido ambos si la fuerte
presión del gobierno japonés no hubiera intercedido en favor de
Deguchi y Morihei. Las fotografías de la época muestran a ambos
encadenados cuando iban a ser conducidos ante el pelotón de
ejecución.
A pesar de que las nuevas generaciones de instructores y de
organizaciones de Aikido han dado la espalda o simplemente no
han comprendido el valor de la poderosa presencia en el Aikido
de las enseñanzas espirituales y metafísicas de la O-Moto-Kyo,
debemos hacer justicia a la carismática y muy positiva
influencia de Onisaburo Deguchi en la vida y la obra de Morihei
Ueshiba. No debemos olvidar que fue Onisaburo, un auténtico
genio en numerosos campos del saber humano y verdadero “hombre
renacentista”, seguidor de Enmanuel Swedemborg y de Peter
Deunov, quién inspiró en Morihei la idea de crear el Aikido,
fundamentado en la ciencia esotérica muy antigua de kototamalos
“sonidos del alma”, un ejercicio de canto de nombres divinos
o “remembranza”, emparentado de muy cerca con el dhirk o zirck
de los sufíes- y en las técnicas de meditación, oración,
invocación y curación que impregnaron este “arte de la paz” de
un maravilloso y santo aroma de verdadera espiritualidad, noviolencia
activa, compasión, amor lúcido, belleza e idealismo
místico.


EL DESPERTAR
De regreso al Japón, Ueshiba se aisló de nuevo en las
montañas para someterse a largos períodos de purificación
escuchando en silencio el canto de Dama Natura, su eterna
inspiradora. Se sumergía bajo las cascadas, se entregaba a
largos periodos de ascetismo (shugyo), de ayuno, de canto
sagrado y meditación, y a un espartano entrenamiento marcial,
tan intenso que estuvo a punto de causar su muerte. Obsesionado
tal vez por la idea de purificación de la que tanto le hablaba
Deguchi, pasaba las noches en oración, repitiendo
incansablemente las antiguas letanías del budismo esotérico.
Entraba así en contacto con los kamis, los dioses o fuerzas
titánicas, invisibles e inaudibles para la mente mortal, pero
omnipresentes en la Naturaleza. Y esa santa madre Naturaleza,
eternamente enamorada de los hombres despiertos y mansos de
corazón, le revelaba misteriosamente sus más arcanos secretos y
poderosos designios. Y fue así como para él llegó también la
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hora del dorado amanecer, aquella que sigue a las más oscuras.
Un experto esgrimista llegó a la villa de Tanabe atraído por
la reputación de hombre invencible de Morihei, y por la extraña
eficacia de su nuevo arte, mas tarde conocido como Aikido. Tras
interrogarle acerca de sus ideas y concepciones marciales, no
quedó satisfecho, tal vez porque O-sensei le habló de la ciencia
mística de kototama, de los kamis y los mikotos del panteón
shintoísta, entremezclados con un sincretismo de elevados
principios esotéricos y superiores (y muy extravagantes)
técnicas marciales. Es evidente que el espadachín no entendió
absolutamente nada de lo que escuchó, y que perplejo y
seguramente herido en su orgullo, retó a O-Sensei a un combate
singular (mato-shiai) como era normal en aquella época. La
escena nos es relatada por Mitsuji Saotome, uno de sus más
ilustres discípulos, en su remarcable obra “Aikido o la Armonía
de la Naturaleza:


“Salieron juntos al jardín. El visitante iba armado
con una katana (sable japonés tradicional) Ueshiba con las
manos vacías. El kendoka se puso en guardia. Su hoja
brillaba bajo el sol y Ueshiba aguardaba tranquilamente
frente a él. Permanecieron largo tiempo en esta posición.
El sudor comenzó a inundar la frente del espadachín y, más
tarde, a recorrer su rostro con lágrimas. No se movieron.
O-Sensei, calmado y desapegado, vigilante pero sin
manifestar espera alguna, reflejaba simplemente al hombre
y al arma que se mantenían frente a él. Cinco, siete, diez
minutos transcurrieron. Agotado por la visión insostenible
y por la lucha por intentar atacar al Universo mismo, el
maestro de kendo se rindió...”

Transcurridos aquellos eternos instantes en los que Morihei
estuvo una vez más al borde del abismo, se dirigió hacia una
pequeña fuente en el jardín, como era su costumbre, para beber
agua y enjuagarse el rostro. De repente le fue imposible avanzar
o retroceder, un calor intenso que hacía transpirar
abundantemente su rostro, le invadió...


“Tuve la sensación -relataría más tarde- de que el
Universo entero entraba en vibración y que una energía
espiritual color dorado se elevaba de la tierra
transformándolo todo en un cuerpo dorado. En ese mismo
momento mi cuerpo y mi espíritu se iluminaron. Entendí
entonces el lenguaje de los pájaros y tuve una clara
conciencia del pensamiento de Dios, creador del Universo.
Lágrimas de felicidad sin fin rodaron por mis mejillas”.


LA DANZA DE LA UNIDAD

Tras esta experiencia interior de “despertar súbito“ o de
“posesión divina”, Morihei Ueshiba, que era un gran experto en
numerosas vías marciales, despojó sus extensos conocimientos en
materia de artes marciales de cualquier forma de violencia, de
enfrentamiento y de destrucción, y creó un arte de expresión de
la no-violencia activa, de empatía, de creación, de “amor en
movimiento” y de armonización con la Naturaleza que en el
devenir de los años se ha convertido en una verdadera filosofía
cósmica y en un maravilloso “arte de vida”.
Como todos los grandes sabios e iluminados de nuestra
historia espiritual, conocidos o desconocidos, que alcanzaron la
misma cima de despertar, de intuición o revelación cósmica, como
Ibn´Arabi, Shankara, Mewlana Rumi, Dogen, Ramakrishna,
Vivekananda, Ramana Maharshi, Meister Eckart, Juan de la Cruz o
Teresa de Ávila, tras su experiencia de “unicidad”, obviamente
también Morihei Ueshiba llegó a convertirse en un seguidor fiel
de la “doctrina de la Unidad” o de la “filosofía de la Unidad
del Ser”- la wadhat-e-Woyud) de los santos sufíes, el Advaita-
Vedanta de los sabios de la India, o la Pansofía del hermetismo
occidental. El ideal santo del caballero errante, que parecía
colmar sus más elevadas aspiraciones, dio naturalmente paso a
otro ideal menos humano, menos mortal, más universal y mucho más
divino.
El maestro sufí Javad Nurbakhsh, nos habla sobre esa “vía
unitiva” en su obra “En el camino del Sufí”:
“Mas tarde, a medida que la filosofía de la Unidad del
Ser (Wadhat-e-Woyud) y el Amor divino fueron expresados
por los maestros de la senda y fueron adquiriendo mayor
profundidad y belleza, la tradición de la Yawan mardi (la
vía caballeresca) también encontró una extraordinaria
influencia y seguimiento entre los sufíes, pues el
espíritu del sufismo consistía en mirar en una sola
dirección (la de Dios) a través de la fuerza del amor y
del cariño, y su método, cultivar el comportamiento ético
del hombre, lo cual se correspondía con la tradición de la
caballería”


El ideograma AI traduciría precisamente ese concepto de
unidad, de interrelación de todo cuanto existe, y también la
idea de alcanzar una ósmosis con ese Universo (uni-verso: que se
dirige en la misma dirección) por medio del amor, de la empatía
perfecta, de la “implacable lucidez” del que ha experimentado en
su alma la inexistencia de todos los fenómenos. En el arte del
Aikido se intenta crear la armonía a partir del conflicto,
recrear la Unidad a partir de la dualidad. Ser uno, dejar de ser
dos. Para los verdaderos maestros de Aikido, la fuerza
invisible, el pulso interior, la sutil música que rige el
devenir de los astros en la bóveda celestial, que mantiene
igualmente cohesionados los átomos, las moléculas y las
partículas subatómicas de la materia y de nuestra propia
estructura microcósmica, que genera los ciclos y los ritmos de
la vida, es el amor divino, que se expresa como un fluir eterno
del Ki, la energía que nos da la vida, el movimiento y el ser.
Georges Leonard, escritor, físico, musicólogo y experto de
Aikido, nos habla de esta armonía interior en su obra El pulso
silencioso:

“Por muchas que sean nuestras imperfecciones, en el
fondo de todos nosotros existe un pulso silencioso de
ritmo perfecto, un complejo de formas de ondas y
resonancias, absolutamente individual y único, y que,
sin embargo, nos conecta con todas las demás cosas del
Universo. El acto de ponernos en contacto con ese pulso
puede transformar nuestra propia experiencia personal
y, de un modo u otro, alterar el mundo que nos rodea.”


En todas las épocas y culturas han existido hombres que
intuyeron la existencia de una armonía perfecta, de una “música
de las esferas”, como el insigne Pitágoras y su escuela de
Crotona, como Giordano Bruno, Mewlana Rumi, Kepler o Galileo,
entre muchos otros santos, científicos iluminados o simplemente
iniciados, que a menudo fueron perseguidos y pagaron con sus
preciosas vidas el elevado precio de sus mentes expandidas, de
sus corazones amantes de la Verdad, muy por delante de sus
contemporáneos, e incluso de nuestra época.
El filósofo, paleontólogo y teólogo Theilard de Chardin
definía a Cristo como un devenir de la energía hacia la unidad,
un concepto filosófico y profundamente científico que se acerca
mucho a la idea shintoísta y taoísta de Kannagara-no-Michi, la
“Ola de Dios”, el “Gran Tao” o “Gran Devenir”. Los seres
humanos, en todas las épocas y latitudes, han buscado esa
armonía perdida por el camino de la adaptación del cuerpo y la
mente a ciertos ritmos, formas y sonidos, por medio de danzas
sagradas y en particular por giros en espiral, como la celebre y
conmovedora sêma (o sâma, la “escucha”) de los derviches
giróvagos, no una simple danza, sino un poderoso ejercicio,

una “oración con todo el cuerpo”.

Pero la sèma no es una experiencia estética, ni una simple
danza, como el Aikido original, no es algo baladí, no es algo
que pueda tomarse a la ligera, simplemente como un deporte o un
arte de combate, y su indebido uso puede traer desastrosas
consecuencias, pues como dice la tradición, la energía sigue al
pensamiento. Mewlana Rumi nos inquieta así y nos despierta con
sus versos:

“¡Sois prisioneros, cavad un túnel huid¡ y acerca de
la Sêma, nos advierte:

“Danza sólo cuando estés mortificado,
Cuando estés liberado del imperio del ego.
Danza cuando te despedacen.
Danza cuando hayas desgarrado la venda.
Danza en medio de la batalla.
Danza en tu sangre.
Danza cuando te sientas enteramente libre.”


El maestro sufí Abdbdulah Semnani previene a los incautos y
a los profanadores de los templos del alma:


“Nuestro éxtasis en el sêma no es una ilusión,
ni nuestra danza una diversión.
Di a los que nada entienden:
¡Oh, vosotros ignorantes,
no es en vano cuando tanto hablan de él”.


El padre Emilio Garrido Aguilar nos dice acerca de la Sèma:
“La danza del sêma es participar en la ronda vertiginosa
de los planetas. Es como un torbellino de la energía de
Dios dentro del torbellino del cosmos. Es, en su más honda
esencia, una participación mística, al unísono, con la
música de las esferas que predispone al iniciado a
sentirse parte activa del sonido y de la danza cósmica de
la creación”


La inclusión, la armonía con los ritmos secretos de ese
Universo paralelo; la intuición de un eterno fluir de una
energía poderosamente redentora, divinamente consoladora,
amorosa y salvífica a nuestro alrededor constituye el sentido
profundo de la práctica de la sêma y del verdadero Aikido. Esto
explicaría las decisivas transformaciones, a veces lentas pero
en general evidentes que experimentan sus practicantes. Los
estudiantes devienen más calmados, más libres física y
espiritualmente. Según la intensidad y sobre todo de la calidad
de la forma de entrenamiento que en gran medida depende de la
expansión de consciencia del instructor y de su propia
“búsqueda” espiritual. Se observan a veces drásticos cambios en
el carácter en los alumnos, así como una necesidad de expresar
aquello que aprenden, a menudo inconscientemente (y a pesar de
sí mismos) en sus vidas de cada día.

En la práctica del Aikido, el adversario -espejo, sombra
de uno mismo,

como diría Jung- es atraído literalmente hacia el
vacío dejado por nuestra “ausencia” a un verdadero vórtice o
torbellino de energía en espiral, revelado por medio de una
dinámica de gestos precisos, muy simbólicos y despojados de toda
violencia. Como O-Sensei nos enseñó:


“La técnica del Aikido se organiza alrededor de un
movimiento circular, puesto que todo conflicto se
resuelve a través del espíritu del círculo. El círculo
engloba al espacio y es de la perfecta libertad de ese
vacío que nace el Ki. Es a partir de ese círculo que los
procesos de creación son unidos por el espíritu del
Universo sin límites. El espíritu es el creador, el
hombre eterno, insuflando vida a todas las cosas... En el
interior del círculo el Ki del Universo es dirigido hacia
el proceso de creación, de evolución, de protección”


KI, LA ENERGÍA DE LA CREACIÓN

Los estudiantes de Aikido, como los sufíes, lejos de renegar
o de demonizar el cuerpo humano, lo utilizan como un instrumento
sagrado de evolución y de despertar. Ello les lleva a conocer el
misterio del Ki, el prana de los hindúes, el agyon-pneuma de los
filósofos griegos o el pasi-anfas-“soplo” o “aliento divino”-
para los sufíes. Es la poderosa energía que anima y crea todas
las formas de existencia, que a pesar del aura de misterio que a
menudo la envuelve, es lo más evidente sobre esta tierra, pues
vivimos literalmente sumergidos en un océano de Ki. Es la
sustancia o la vibración que se manifiesta en infinitas formas
naturales. La ciencia comprende ahora algo que los sabios de la
antigüedad ya conocían:

que la materia no es sino un sonido, una
vibración. Pero especulando hasta lo infinito, intuyen que esa
materia no es otra cosa que luz o sonido cristalizado.

Pitágoras, hace más de 2500 años afirmaba que una piedra era en
realidad música petrificada.
O-Sensei escribió:

“En el principio fue la fuerza original que llamamos Ki.
Esa fuerza original se manifestó por un sonido y creó el
mundo en que vivimos. Como consecuencia, nuestras vidas
son una parte del Universo, y cada uno de nosotros, hasta
el más débil posee una fuerza interna muy grande que le
fue dada en su nacimiento”.

Inspirándose en las enseñanzas de O-Moto-Kyo y del
shintoísmo esotérico, Ueshiba también percibió ese eterno fluir
de la energía, el flujo eterno de la fuerza creativa que une el
pasado con el futuro, que recorre el espacio y crea todas las
formas de existencia en todas las dimensiones y planos de
existencia y consciencia. Para Saotome Sensei:
”Kannagara es una vía de perfección que no comporta
doctrinas del bien ni del mal. Una vía que encuentra la
verdad y la realidad divinas, sin cesar en búsqueda de
formas cada vez más perfectas de existencia. Kannagara es
un camino de libertad suprema -añadiría Saotome- pues
para que la acción esté en armonía con la Naturaleza,
debe ser el resultado de una obediencia espontánea al
Kami, creador y origen del Universo. Las montañas, el
viento, los ríos, los árboles, las hierbas llevan su
nombre...”

En Aikido tratamos de integrarnos, de fluir, de incluirnos
en el Kannagara, de “hacernos uno con el Tao”, con la “Ola de
Dios”, por medio de la aplicación del principio universal del
circulo, de la espiral y de la “esfera dinámica”, y hacernos
conscientes de que en la realidad del ser, despojados del
sentido del yo (nafs) limitado, somos Uno con ese espacio, con
ese Universo, con ese amor hecho sonido, luz y materia en el que
existimos, fluimos y somos. Pero el ser humano debe antes
liberarse de numerosas tensiones y bloqueos físicos, emocionales
y mentales; de ideas preconcebidas, de creencias estrechas, de
cualquier limitación cultural, tradicional, sociológica o
educativa heredada del pasado, es decir, de la memoria. Y como
para los maestros sufíes, también de la prisión del deseo, del
miedo y del egocentrismo. Por esta razón los primeros tiempos en
la práctica del Aikido deberían ser consagrados a una dinámica
de purificación (misogi) y de liberación del cuerpo y de la
mente, para que el Ki, la energía vital del alma, pueda circular
libremente sin obstáculos.

Nuestros temores, ambiciones, miedos, egoísmos, traumas,
amores, desamores, orgullos y odios contraen, colapsan,
enferman, enquistan y finalmente matan algo en nosotros, tanto
física como psíquica y espiritualmente. André Nocquet, alumno
directo del descubridor del Aikido, filósofo y también maestro
de Aikido, añadiría:


“Cuando la fuerza original, el Ki, penetra y anima un
cuerpo, exige dirigirlo plenamente. Exige también una
capitulación completa del yo y el control de nuestras
facultades intelectuales. Exige que el cuerpo se someta a
ella misma. Reclama los talentos de virtuosismo técnico y
las capacidades del cuerpo que va a utilizar para
protegerlo. Quiere utilizar la habilidad total de aquel en
quien ha penetrado. Para ella, la mente, el yo, es un
obstáculo”.


Para O-Sensei, Ai, la armonía, la Unidad, debía ser
alcanzada en un cierto grado antes de que la energía interior,
el fuego del alma, fluyera con naturalidad, sin obstáculos y
sin riesgos. Pero Ai significa para el descubridor del Aikido
ante todo amor. Pero el amor al que continuamente hacía
referencia en sus poemas, en sus caligrafías, con sus
palabras, con sus técnicas asombrosas, con sus gestos
magistrales, únicos, irrepetibles, no era el simple amor
humano, hecho de temor, deseo y apego, ese amor que sufre o
que hace sufrir, ese amor que a menudo asesina al propia amor,

sino al amor expandido, creativo, desapegado y poderosamente
vital del alma humana.

A pesar de existir de forma continua en nosotros y a nuestro
alrededor, esa energía anímica o psíquica puede expresarse de
maneras extraordinariamente poderosas en circunstancias
particulares, a menudo tras momentos críticos o de gran tensión
que nos conducen a un abandono o capitulación total del sentido
del yo. Cuando todos nuestros recursos físicos, morales,
emocionales e intelectuales han resultado estériles, entonces,
el gesto preciso, la actitud correcta, el conocimiento intuitivo
o el poder supra-físico necesario se manifiestan en forma casi
milagrosa. Pero el maestro André Nocquet nos previene:

“Un verdadero aikidoka debe dejarse llevar por el Ki
hasta el desprecio mismo de la muerte. Esta es la verdadera
forma de pasar de la muerte a la vida. La fe en esta
creencia, la certeza absoluta de que el Ki protege y no
abandona a aquel que ha renunciado a su voluntad propia,
vuelve al aikidoka fuerte y resuelto. Aquellos que no se
han encontrado en peligro de muerte no pueden percibir el
verdadero espíritu del Aikido, que es aquel de trascender
la vida y la muerte mismas”.

Sobre el tatami, cada aikidoka, como un derviche giróvago,
se sitúa a sí mismo en el “Centro del Universo”, pero también
los demás lo están. Aquel que asume el papel activo aprende el
sentido profundo de la capitulación, de la adaptación, de la
entrega, del abandono de sí mismo. Se inmoviliza y se permite
fluir el ataque para protegerlo de su propia ira, de sus miedos
e intenciones destructivas y nefastas, y reconducirlo a un
espacio sagrado, común, de no-dolor, de no-conflicto, de nosufrimiento.

Para André Nocquet:

“Es preciso proyectar en el corazón del adversario y en
la más oscura conciencia una fuerza benéfica tal que
venceremos por su causa y también por la nuestra”.
Tras cada ukemi (caída, adaptación, proyección) éste se
recicla a sí mismo, sin dolor y sin sufrimiento. Cada ser es
único en ese Universo microcósmico y todo ha de obrar
armoniosamente unido, todo actúa en virtud de búsqueda de la
armonía presentida, intuida, revelada. En esos momentos de
música perfecta, de “complicidad cósmica” de déjà vû universal,
todo ocurre tal como debe ser, ni un copo de nieve cae donde no
debe caer, y “todo es voluntad del amado”. Y para O-Sensei:

“esos instantes de verdad sólo contienen el vacío”.

LA DANZA DEL VACÍO

Algunos científicos occidentales comienzan a intuir el valor
de aquello que, de una u otra forma, conforma la quintaesencia
de la mística y de la metafísica oriental: el vacío. Cuanto más
nos adentramos en el inconmensurable Universo exterior o nos
sumergimos en el océano de lo infinitamente pequeño, más
evidente se hace para nosotros la existencia de un espacio,
campo cuántico o campo punto cero, de proporciones
sobrecogedoras que la India védica llama Mahakali, la Oscura o
simplemente, Akasha. Los seres vivientes estamos formados por un
99'9 por ciento de vacío y si pudiéramos reducir nuestros
átomos, extrayendo de ellos ese vacío, tal vez nuestra materia
no ocuparía un espacio mayor que la cabeza de una aguja. El
propio Albert Einstein afirmaba:

Podemos considerar la materia
como estando constituida por regiones de espacio en las cuales
el campo es extremadamente intenso. No hay lugar en esta nueva
física para el campo y la materia, porque el campo es la única
realidad.

Sheldrake, Heisemberg, Bohr, Laszlo y Capra entre otros, con
sus descubrimientos y visiones de una ciencia del espíritu que
desbaratará próximamente los antiguos conceptos filosóficos,
religiosos y científicos, han dado nacimiento a una nueva vía de
comunicación reencontrada entre la ciencia y la metafísica de
los grande iniciados, aunque muy difícilmente reconciliable con
el fundamentalismo y la ortodoxia de las religiones organizadas.
Estos nuevos visionarios saben comparar los más avanzados
descubrimientos científicos con los preceptos de la mística y la
metafísica universal, y nos revelan ahora en sus ensayos
pensamientos y conceptos altamente místicos que se asemejan
profundamente a la visión espiritual de los grandes maestros del
pasado. Fridtjof Capra habla de esa reconciliación entre la
ciencia y la metafísica, que define como el “Punto crucial”, en
alusión a un trigrama de I-Ching que predice esa confluencia.
El astronauta Edgar Mitchell, uno de los primeros hombres en
caminar sobre la superficie de la Luna en el transcurso de la
expedición Apolo XIV, y en cuyas palabras no podemos sino
escuchar los antiguos ecos de los versos áureos de Pitágoras de
Homero, de Platón, de los poetas órficos, de Mewlana Rumi y de
otros tantos grandes santos sufíes, tuvo también una intuición
sobrenatural de esa danza de la energía, de ese santo y sagrado
devenir, que relató con estas solemnes palabras:

“Todo empezó con una experiencia digna de cortar el
aliento: la visión de la Tierra flotando en la inmensidad
del espacio. Era un panorama majestuoso, una espléndida
joya azul y blanca suspendida en un cielo de terciopelo
negro. ¡Con qué tranquilidad y maravillosa armonía parecía
integrarse en el modelo de evolución que guía el Universo!
En ese momento de éxtasis, la presencia de lo divino casi
se hizo palpable y supe entonces que la vida en el Universo
no era solamente un accidente producido por los mecanismos
del azar. Experimenté claramente la nítida sensación de que
el Universo tiene un significado y una dirección”.

Cuando John Glenn, científico de la NASA y también uno de
los pioneros en los viajes espaciales visitó al Maestro Ueshiba,
éste y sus alumnos realizaron para él una demostración de
Aikido. Al terminar, O-Sensei preguntó al célebre astronauta
acerca de lo que había experimentado en el espacio. Glenn
respondió que al observar la Tierra y el cosmos que la rodeaban
tuvo la convicción de que ese Universo era el jardín de Dios. El
Maestro sonrió y dijo: Las enseñanzas espirituales y la ciencia
moderna son exactamente lo mismo. La ciencia pone en evidencia
la grandeza divina.

EL CAMINO DEL CORAZÓN

O sensei nos dice:

“Si el corazón es impuro, estaréis llenos de tensión
interior, de orgullo, de desorden, de confusión, de mil
enfermedades físicas, mentales y emocionales. Jamás
podréis comprender el Aikido si vuestro corazón no se
purifica. Debéis lavarlo para tener paz en vosotros
mismos y con el mundo, no siendo enemigo de nadie, no
viendo a nadie como vuestro enemigo”.

Los extraordinarios descubrimientos en el campo de la cosmo
-física y de la física cuánticas, unidos cada vez más la
espiritualidad inmemorial, sugieren que existimos como un centro
vibrante de ondas que extiende su influencia hasta los confines
del tiempo y del espacio, y cuanto más nos comprometemos en una
visión holística, homeopática, simbiótica, holográfica y
sinérgica del Universo, más nos sentimos tentados de reconocer
nuestra existencia en términos de unidad, infinitud e
inmortalidad.
Para los científicos visionarios, tanto como para los
maestros espirituales, el Universo es un sistema de respuesta.

El hombre es un microcosmos, un Universo en miniatura, un dios
que se ignora a si mismo. Todo proceso real de aprendizaje
debería ser considerado desde un punto de vista de
“remembranza”, en el sentido en que Pitágoras o
Sócrates con su
famosa “mayeútica” concebían el aprendizaje:

recordar lo que ya sabemos y ser lo que ya somos.

Desde un punto de vista
verdaderamente espiritual, el ser humano no es un ignorante sino
un ser amnésico de su verdadero origen estelar y de su grandeza
divina. La metafísica, la poseía, la música, el canto y la
literatura sufí hacen hincapié constantemente en la importancia
de conocer el amor divino (eshq) y el “despertar el corazón”.
Como dice el Dr. Nurbakshk en uno de sus poemas:

“A través del amor llegué a un lugar donde no queda
rastro del amor, donde toda riqueza de yo y tu y toda
imagen de existencia fueron aniquilados del recuerdo por
una única pasión”

Para el maestro sufí Rhani Oruç Guvenç:

" El origen de cualquier enfermedad es ser cortado,
velado de la unidad existencial de la creación. Este velo
se manifiesta en todos los niveles: puede percibirse en
la pérdida de contacto con el espíritu y el alma, en las
desavenencias en la familia o la comunidad social, o en
la pérdida de conexión consciente con la Realidad Divina"
Ello nos conduce a la idea sufí de “remembranza”, de
recuerdo, de añoranza divina, como el célebre poema de Mewlana
Rumi dedicado a la flauta de caña (ney) arrancada del cañaveral,
que leemos al principio de su monumental obra, el Masnavi:
“Escucha el lamento de la flauta de caña, llorando su
destierro del hogar.
Desde que me arrancaron de mi lecho de mimbre, mis
lastimeras notas han hecho llorar a hombres y mujeres.
Reventé mi pecho esforzándome por desahogar los suspiros.
Y expresar los dolores súbitos de mi anhelo por mi hogar.
Quien mora lejos de su hogar anhela siempre el día del regreso.
Mi lamento se oye en todas las multitudes, a coro con aquellos
que se regocijan y aquellos que lloran.


Cada uno interpreta mi melodía en armonía con sus propios
sentimientos, pero ninguno desentraña los secretos de mi
corazón.
Mis secretos no son ajenos a mis lastimeras notas.
Sin embargo, no se manifiestan al ojo o al oído sensual.
El cuerpo no está velado al alma, tampoco el alma al cuerpo.
Sin embargo, ningún hombre ha visto jamás un alma.
El lamento de la flauta es fuego, no mero aire.
¡Dejad que quien carece de ese fuego sea considerado muerto¡
Es el fuego del amor el que inspira la flauta”.

El Aikido no nos invita a sentarnos buscando una liberación
individual, sino en beneficio de todas las criaturas, a
adentramos en el gran escenario de la vida con los ojos bien
abiertos, pero con los brazos abiertos, con un corazón
expandido, alegre y fluido, con una mente y un alma iguales a un
cristalino arroyo de montaña que busca su reencuentro con el
gran océano. El camino del Aikido es el de la vivencia diaria
que refina y purifica la calidad de la existencia. Es una vía de
defensa de la paz y de salvaguarda del amor, como prioritaria
responsabilidad en nuestras vidas, aceptada con alegría,
entusiasmo y libertad.
“Oramos sin cesar- decía O-sensei- para
que el combate no tenga lugar. El espíritu del Aikido es aquel
de un ataque amoroso y de una reconciliación pacífica. Con este
fin unimos y reunimos a los adversarios con el poder último del
amor. Por el amor somos capaces de purificar a los demás”.

El 26 de abril de 1969, a la edad de 86 años, O-Sensei
Morihei Ueshiba, pasó al Oriente y se unió al Amado. Hasta el
último momento acudía al dojo (similar a la janaqah sufí, la
sala de practica donde el aikidoka se “embriaga de Ki”, para
practicar su amado Aikido. Allí sus discípulos veían a un
anciano minúsculo consumido por la enfermedad recuperar sus
fuerzas sobrenaturales y proyectarlos a distancias
inconcebibles, o corregir suavemente a los niños: “es así como
debe hacerse”-le oían musitar sonriendo. Como un gran maestro
sufí, su amor desmesurado por lo Divino, su entrega a la vida,
su fuego interno, su visión, su compasión profunda hacia todos
los seres, legaron un tesoro de incalculable valor para las
23 generaciones futuras.

O-Sensei creía desde lo más profundo del
corazón que el Aikido podía cambiar el mundo, porque
metamorfoseaba el corazón de los que en el se incluían, porque
cambiaba la mente de aquellos que se entregaban a esa danza
cósmica de la energía.

En uno de sus poemas dijo:

“Quiero que la gente escuche atenta a la voz del Aikido.
No es para corregir a los demás, es para corregir vuestra
propia mente. Esto es el Aikido, esta es la misión del
Aikido y debería ser vuestra misión.”

Moriehei ushiba fue un verdadero sufí, un “loco de Dios”,
pues hizo con su vida exactamente lo contrario de lo que haría
un hombre común: puso su talento, su fuerza, su energía, su
cuerpo y su corazón al servicio de su alma inmortal. Y un sufí,
como dijo el maestro Hwywiri:

“Es aquel que ha muerto a sí mismo
y vive conforme a la Verdad; ha escapado del dominio de las
facultades humanas y ha llegado realmente a Dios”.
Elevando su dedo índice hacia el Cielo, le oyeron
pronunciar estas proféticas palabras. “Todo irá a peor, volveré.
Vuelvo ahora al lugar de donde vine…”.

La herencia espiritual y trascendental de O-sensei y de
sus maestros, constituyen el secreto mismo del Aikido: una
secreta carta de navegación para el navegante cósmico que todos
llevamos dentro. ¿Acaso no reflejan los últimos bocetos del
genial Leonardo da Vinci, como la danza santa de los derviches,
su último y sobrecogedor descubrimiento: la espiral de la
energía como origen y evolución del Universo? O-Sensei nos
reveló el camino con estas palabras:

“El secreto del Aikido es armonizarse con el movimiento
mismo del Universo. Aquel que ha descubierto el secreto
del Aikido tiene el Universo en si mismo y puede decir ¡yo
soy el Universo! ¡Despojaos de vuestra escoria, quitaos
las sucias vestiduras de vuestro espíritu, abrid vuestro
corazón a la evolución celeste y brillad!

Desafortunadamente el Aikido de los orígenes se convierte
paulatinamente en nuestros días simplemente en un deporte
exótico, al igual que la sêma, la danza en círculos de los
derviches giróvagos se ha transformado en un espectáculo
estético para turistas, con la excepción en ambos ámbitos de
ciertos grupos “disidentes”, formados por buscadores
espirituales leales a la tradición y al mensaje de los maestros.
Por fortuna, los verdaderos instructores de Aikido siguen
siendo fieles a las enseñanzas y al ejemplo vivo del su
descubridor, a las leyes y principios de la naturaleza santa y
amada. ¿Dónde están? ¿Quiénes son en la actualidad los
verdaderos maestros? Para el verdadero adepto del Aikido, esos
maestros siguen siendo, como antaño, el serpenteante arroyo de
montaña que busca vehementemente la comunión, el éxtasis de la
unión y el retorno al “Gran Océano” de donde vino. A la
enseñanza silenciosa de las hojas de los pinos, que ceden y se
adaptan humildes ante el peso de la nieve. A la brizna de hierba
que se dobla y deja pasar el vendaval. A la rama de bambú que se
inclina y cede ante la tormenta y el huracán, y se erige de
nuevo, fresca, viva, verde y poderosamente vertical, sin haber
perdido una pequeña parcela de su energía. La hoja que fluye
alegremente, esquivando los obstáculos en la corriente del agua.
El sutil, sempiterno, casi etéreo movimiento de las estrellas,
de las órbitas de los astros, de las galaxias, de las
constelaciones. El oleaje del mar, la omnipresente espiral, la
elipse y la esfera dinámica, el vórtice sinuoso y feliz que se
intuye en la simetría perfecta de las formas simples, puras y
naturales, son los constantes, leales y tal vez únicos
verdaderos maestros del Aikido.

Sirva este escrito para invitar a ambos buscadores
espirituales, sufíes o fieles seguidores de la obra de O-sensei,
a reencontrase en la janaqah o el dojo, y compartir juntos en la
alegría, la belleza y el amor, una experiencia común de búsqueda
espiritual, de retorno, de anhelo y de despertar, a igual que
Mewlana Rumi invitaba a todos los seres, en todas sus formas,
planos y dimensiones de consciencia a la ceremonia santa de la
sêma, la danza cósmica de los derviches:


“¡Ven¡
Quien quiera que seas ¡ven¡
Infiel, pagano o idólatra, ¡ven¡
Nuestro umbral no es el del desaliento
Aunque mil veces perjuro ¡ven¡
Aprende la lengua de los que de ella carecen.

¡Ven¡

Carmelo Ríos
Escritor, orientalista,
profesor de Aikido.
.
Bibliografía:
- (1) Emilio Galindo Aguilar: “La Experiencia del Fuego”.
Editorial Verbo Divino. Estella, Navarra, 1994.
- (2) Dr. Javad Nurbakshk: “En la taberna, siete ensayos sobre
sufismo”. Ed. Luis Cárcamo, Madrid, 1992.
- (3) Ernest Scoot “El Pueblo del Secreto”. Ed. Sirio, Málaga,
1983.
- (4) Mitsuji Saotome: “Aikido o la Armonía de la Naturaleza”.
Kairós, Barcelona.
- (5) Dr. Javad Nurbakshk: “En el Camino Sufí, cuarenta palabras
y treinta mensajes”. Centro Sufí Nematollahi. Ediciones Nur.
1998.
- (6) Georges Leonard: “El Pulso Silencioso”, Edaf, Madrid,
1987.
- (7) André Nocquet: “Présence et Message du Maître
Morihei Ueshiba”. Guy Trédaniel, editor, París, 1987.
- (8) Fridtjof Capra: “EI Tao de la Física” y “El Punto
Crucial”. Ediciones Luis Cárcamo. Madrid y Ediciones
Integral, Barcelona